http://dx.doi.org/10.1016/j.cya.2016.01.005
Artículo de
investigación
Corrupción como
proceso organizacional: comprendiendo la lógica de la desnormalización de la corrupción
Corruption as an organizational process: Understanding
the logic of the denormalization of corruption
David Arellano Gault 1
1Centro de
Investigación y Docencia Económicas, México
email: david.arellano@cide.edu
Resumen
El artículo cuestiona los supuestos de la
visión individualista de la corrupción y se introduce al contrario una
conceptualización más «densa socialmente»: el proceso de normalización de la
corrupción. En esta última lógica, se advierte que una definición de corrupción
es siempre una definición política e ideológica que intenta imponer una visión
determinada de comportamientos «adecuados» de acuerdo a una separación
pretendidamente tajante y clara entre las esferas de lo público y lo privado.
Se realiza una revisión de parte de la literatura sobre corrupción organizacional,
con el fin de comprender cómo las rutinas, procesos y estructuras de
socialización propias de la arena organizacional pueden llevar justamente a las
personas a «caer en resbaladilla» hacia una dinámica
de corrupción. A normalizarla en otras palabras. Se concluye con un llamado a
discutir los procesos de desnormalización
de la corrupción, como estrategia sustantiva más allá de la visión
individualista o moralista del fenómeno.
Palabras clave: Corrupción, Corrupción organizacional,
Socialización, Racionalización, Estrategias contra la corrupción.
Códigos JEL: M48, K42, Z13.
Abstract
This
article discusses the basic assumptions of an individualist vision on
corruption. A different argument based on “social density” of the phenomenon is
proposed instead: the process of normalization of corruption. Under this
umbrella, corruption is a political concept that looks to impose a particular
vision on what are “right” behaviors based on a sharp and unrealistic
separation of the public and private sphere. A review of the organizational
literature on corruption is developed, with the aim of understanding how
organizational processes of socialization triggers behaviors that make corrupt
acts to appear as “normal” under the organizational logic. Persons find
themselves in a “slippery slope”, generating agreements and social dynamics
that are able to produce corrupt logics under the normal life of an
organization. A plea for discussing the social processes needed to
“un-normalize” corruption is defended a conceptualization that goes beyond an
individualist and moralist vision of the phenomenon.
Keywords: Corruption, Organizational corruption, Socialization,
Rationalization, Strategies against corruption.
JEL classification: M48, K42, Z13.
Recibido: 07/04/2015
Aceptado: 14/01/2016
Introducción
Es común en la literatura sobre el tema de corrupción (por
ejemplo, Nye, 1967; Rose-Ackerman, 1978 )
definirla como un acto de un individuo, un acto inapropiado o desviado de
acuerdo a ciertos parámetros o valores sociales relativamente aceptados en una
sociedad o agrupación. Esta definición incluso abre la posibilidad de
comprender que, más allá de lo inapropiado del comportamiento del individuo en
cuestión, puede considerarse bajo ciertas circunstancias como un comportamiento
racional, calculado. En otras palabras, la corrupción desde este ángulo
analítico es la decisión de un individuo en una transacción con otro individuo
o individuos, aprovechándose (indebidamente se insiste) de una posición determinada en esa relación o
transacción. Esta visión individualista se sustenta en un supuesto base de
partida: que el individuo sabe o entiende en general la situación en la que
está y ha calculado que comportarse corruptamente le conviene o le es benéfico.
Se construye así un modelo de interacción muy particular entre actores que
conscientemente calculan y actúan midiendo las consecuencias con cierta lógica
e intención. De esta manera, al poner el énfasis en individuos calculadores y
que actúan sustantivamente gracias a esa capacidad de cálculo (es decir, basado
en un comportamiento consciente), la corrupción se ve como una decisión de
individuos bajo un cierto contexto particular de valores. Ante esta lógica de
individuos conscientes y calculadores se pueden inferir varias cosas: primero
que la corrupción es inevitable en las relaciones sociales, pues está fundada
en cálculos de actores racionales. Segundo, enfrentarla básicamente es un
asunto de afectar los balances entre los costos y los beneficios que los
individuos pueden calcular.
El punto central a considerar en este
artículo está en que esta visión individualista es sumamente limitada, primero,
para comprender el fenómeno en su integralidad y por lo mismo, como segundo
punto, para proponer soluciones de largo plazo. El sentido principal del
documento es mostrar, a través de una revisión de la literatura respecto de
corrupción organizacional, que la corrupción no es un fenómeno de individuos
entrando en relaciones discretas, sino un fenómeno social denso. Es una
relación social, en otras palabras. Y esta lógica social es tan cierta para la
corrupción en el sector privado como público, por lo que en este artículo no se
hace una distinción particular sobre ello. En otras palabras, se habla de
corrupción en organizaciones de cualquier tipo. A partir de la revisión de esta
literatura organizacional de la corrupción, se busca justamente identificar
cómo la corrupción puede normalizarse como un proceso social con etapas y
procesos de socialización y racionalización.
La forma en que se desarrolla el argumento
es a través de analizar cómo los estudios organizacionales de la corrupción
ponen el énfasis más bien en el espacio grupal y social donde se da la decisión
y donde se genera al final de cuentas el comportamiento. De esta manera, se
llega a diagnósticos y conclusiones bastante diferentes y muchas veces contra
intuitivas, respecto de la visión individualista. El punto de partida entonces
está en que la corrupción se genera y florece en el mundo de las relaciones
sociales, donde los individuos, su agencia, su comportamiento, están
íntimamente vinculados y afectados por las interacciones y contextos donde se
mueven y construyen su propia imagen, su propia voluntad ( De Graaf, 2007 ). El
comportamiento es un producto tanto racional, como emocional y relacional ( Chugh et al., 2005 , p. 79), donde las
interacciones y las reglas y estructuras dentro de las cuales las personas se
comportan importan. En este artículo, seguiremos la perspectiva de Chibnall y Saunders donde la corrupción es vista como una
«clasificación negociada de un comportamiento antes que una cualidad inherente
al comportamiento mismo» ( Chibnall y
Saunders, 1977 , p. 139). En otras palabras, el concepto de
corrupción es una construcción social muy particular de una sociedad que en su
imaginario normativo ha intentado separar lo privado de lo público de una manera
lo más clara y estricta posible. Solo así es viable encontrar definiciones que
establecen que la corrupción, por ejemplo, es un abuso de una posición
organizacional para ganar beneficios ilegítimamente ( Anand et al., 2004 , p.40). Esta definición clásica
implícitamente habla de una clara diferenciación del beneficio privado sobre el
colectivo o grupal, esencia permanente de las diferentes definiciones de
corrupción contemporáneas1.
Discutir la enorme carga social y normativa
que las definiciones clásicas de corrupción tienen, importa entonces. Decir que
la corrupción es un acto indebido requiere definir «¿indebido para quién, para
qué, en qué contexto?». Lo que una visión basada en la idea de lo «indebido»
implica entonces es que hay un parámetro externo, claro, legítimo, que envuelve
al individuo y al grupo marcando con relativa claridad lo que convierte a un
comportamiento como correcto o como corrupto. Si bien esto suena razonable y
sencillo de comprender, en la práctica no lo es tanto. Por ejemplo, si es tan
clara la definición de lo que es indebido debe ser claro definir el estatus
contrario: ¿cómo se puede definir un estado de no-corrupción? ( Philp, 1997 ). Dado que la respuesta a dicha pregunta
no es sencilla se ha intentado como alternativa construir definiciones no del
fenómeno de la corrupción como tal sino de algunas de sus características. Se
ha intentado generar claras distinciones de lo que actos de legítimo beneficio
significan, por ejemplo (utilizar estrategias políticas para subir puestos en
la organización con tal de ganar más dinero y prestigio es legítimo, pero
ayudar a un familiar a entrar en la organización a trabajar no). Una persona
puede sospechar que está entrando en un conflicto de interés, por ejemplo, por
una amistad que tuvo hace muchos años y que ahora, en una posición nueva, puede
influir negativamente en su juicio. La negociación conceptual socialmente
hablando implica para el individuo en esta situación evaluar esas posibilidades
al menos en 3 complejos pasos: primero, si la amistad puede influir; segundo,
si esa influencia puede ser claramente ilegítima o solo probablemente impropia
(a los ojos de ciertos actores); y tercero, definir cuáles pueden ser las
consecuencias de dicha influencia. Cada paso implica una profunda reflexión y
comprensión por parte del actor del contexto en el que se encuentra. Esto hace
que sea factible proponer que toda definición de corrupción en el fondo lucha
por negociar una clasificación de comportamientos, sospechando que esa
clasificación algo explica de la naturaleza de los mismos.
De la misma manera, un contexto grupal u
organizacional corrupto puede estar instalado antes de la llegada de un
individuo a dicha organización. La relación social corrupta puede estar
constituida de tal manera que sea normal ( Bratsis, 2003 , p. 17), que sea incluso una regla de
la integración del grupo. En el caso de las organizaciones, la corrupción puede
ser vista como tal por un grupo externo bajo ciertos parámetros, pero no serlo
para aquellos que están dentro.
La persona está incrustada en espacios sociales como las
organizaciones y en este sentido la lógica grupal impone una serie de
posibilidades y condiciones a la manera en que las personas se manejan y
presentan ante dichos espacios sociales. Existe por ejemplo, una importante
literatura sobre la lógica antropológica, cultural y discursiva de la
corrupción ( De Graaf et al., 2010, p. 99; Andersson y Heywood, 2009; Haller y Shore, 2005; Sissener,
2001 ). La secrecía en una organización, por ejemplo, tiene que ver
con las convenciones que regulan en ciertos grupos quiénes saben qué cosa, qué
información poseen y porqué ( Costas
y Grey, 2014 , p. 10). Las reglas y normas, formales e informales,
del grupo o los grupos establecen esa «normalidad» de relaciones, que solo
podrán ser vistas como «extrañas» a la luz de un código de referencia externo
que establezca, por ejemplo, que esa secrecía puede ser una fuente de
corrupción. La densidad social de la corrupción trae al frente del análisis
argumentos incluso antiintuitivos tales como que la
gente acusada de corrupción puede argüir que de hecho no sabía que estaba
cometiendo un acto incorrecto.
El presente artículo tiene un método
específico: realizar una revisión de la literatura organizacional sobre
corrupción que es una literatura poco conocida en el ámbito del debate sobre el
tema. Este método tiene la ventaja de introducir una serie de conceptos y
discusiones que han sido poco debatidos en los espacios dominantes de debate
sobre la corrupción, más tendientes a debates normativos e instrumentales. Este
método escogido tiene sin embargo desventajas: la principal, la carencia de
estudios empíricos específicos. Hemos desarrollado algunos de esos estudios en
otro lugar ( Arellano, 2012
). Pero sin duda esperamos que este artículo genere incentivos para realizar
más estudios empíricos, sobre todo para el caso de la corrupción en México y en
América Latina.
Dicho esto, a partir de la revisión de la
literatura sobre la corrupción organizacional, el artículo establece que es
necesario, si se quiere enfrentar la corrupción en una organización o grupo de
organizaciones, relativizar las estrategias que lo ven como un problema de
individuos calculando costos y beneficios. Vista como un fenómeno social denso,
un producto de relaciones sociales, la corrupción es un punto de llegada, no de
partida. Para un actor en esta lógica, clasificar y comprender un acto
determinado, y ser capaz de diferenciarlo como un acto honesto o deshonesto,
implica que sea capaz de contrastarlo con los acuerdos y prácticas establecidos
grupalmente como normales, en el día a día. Desnormalizar la corrupción parece ser
entonces el centro de una estrategia que integralmente comprenda esta
construcción colectiva del fenómeno y de los actos que lo componen.
El artículo se desenvuelve a través de 5
secciones incluida esta introducción. En la segunda sección se discute la
organización como un proceso social de construcción de comportamientos en un
entramado de reglas, sentidos y normas que genera la «normalidad»
organizacional. Esta normalidad construida es el espacio donde, en la búsqueda
de dar sentido al comportamiento, las organizaciones crean procesos sociales de
interacción que intentan socializar a las personas en sus dinámicas, incluidas
aquellas que pueden ser consideradas corruptas (tercera sección 3). En efecto,
puede parecer antiintuitivo pero los procesos de
socialización también funcionan para eventos como la corrupción, donde las
personas racionalizan sus actos a través de darles sentido dentro de una trama
organizacional. Esta racionalización permite a las personas reducir su
disonancia cognitiva, es decir, el sentimiento de angustia ante la probabilidad
de estar cometiendo un acto indebido (a partir de ciertos patrones internos o
externos a la organización). En la cuarta sección, se explica cómo estos
procesos de racionalización y socialización pueden entonces constituir una
dinámica estable en el tiempo, una que va construyendo cierta trama de
relaciones que se refuerzan unas a otras, constituyendo entonces una especie de
«resbaladilla» donde cada vez más gente y de manera
más frecuente cae o es atrapada en redes de actos corruptos. No solo se
racionalizan y entran en la trama organizacional como normales sino que se
hacen generalizados. Y en ese momento es probable hablar de una organización
que ha hecho de la corrupción un acto normal y justificado (ha normalizado
actos que vistos desde otros contextos o por otros actores son clasificables
como actos corruptos). En la última sección se presentan algunas conclusiones
respecto del impacto que el argumento de normalización de la corrupción puede
tener en las estrategias para enfrentar este fenómeno que socialmente despierta
cada vez más atención y preocupación.
¿Organizaciones con
individuos corruptos u organizaciones corruptas?
Las razones
por las que un individuo realiza acciones deshonestas son múltiples y diversas.
La corrupción, en efecto, es un fenómeno social: un individuo decide ser
corrupto o realiza una acción deshonesta (veremos que hay una diferencia entre
ambas) siempre en un contexto donde sus reacciones sicológicas, sus
experiencias, sus valores y las interrelaciones sociales que vive y sufre
constantemente, forman parte de la ecuación ( Rest, 1986).
Berger y Luckman (1978) son claros al respecto de cómo
toda interacción humana inicia, es y se define dentro de una lógica social: las
interacciones generan lazos entre las personas. Lazos que duran un segundo o
décadas. Lazos capaces de crear eventualmente grupos y sub grupos que comparten
objetivos o creencias. Estos lazos pueden ser vistos también como dinámicas de
socialización, es decir, de autoorganización ( Goffman, 1983 ): los lazos una vez creados tienden a
estabilizarse y pueden reproducirse hacia otras personas conforme se van
comunicando y compartiendo, por ejemplo, a través de rutinas. Aquí la palabra
socialización implica la construcción y reconstrucción de percepciones y
eventualmente comportamientos que los individuos al crear lazos inducen,
entienden y generan con el fin de intentar llevar la relación entre ellos a
alguna (o algunas) arena particular, de acuerdo a la perspectiva de cada agente
involucrado.
El proceso de socialización, al ser en el fondo sustantivamente
situacional y contingente (depende de las personas concretas en las situaciones
específicas en que se hallan), contiene elementos estabilizadores pero que en
última instancia son cambiantes y modificables. De ahí que los mecanismos de
socialización pueden ser contradictorios, opacos, antiintuitivos.
Agencia y estructura ( Giddens, 1984
, p. 5) se interpenetran por lo que no hay garantía
de que los procesos de socialización escapen a la propia dinámica de
interacción. En otras palabras, los procesos de socialización pueden generar
muy diversas reacciones de los diferentes agentes y crear efectos no esperados
e incluso antiintuitivos para los propios actores
involucrados. Esto es lo que suele suceder en las organizaciones que caen en
lógicas de corrupción: han socializado prácticas y comportamientos que inducen
a la corrupción, muchas veces como una consecuencia no esperada ni deseada de
la acción.
Siguiendo esta línea de reflexión, puede comprenderse cómo en un
determinado marco organizacional de socialización, la definición de lo que es
un comportamiento deshonesto está atada a una clasificación y estructuración
dentro de lo que es organizacionalmente definido: un comportamiento es
clasificado por algunos en ciertas circunstancias como tal
porque viola ciertas normas morales organizacionalmente (o grupalmente)
aceptadas de manera generalizada (todo esto no significa necesariamente que ese
acuerdo sea unánime ni comprendido de la misma manera por todos; Kish-Gephart et al., 2010, p. 2)2 . Los casos a discusión se multiplican entonces: personas que
defienden que no sabían que los actos cometidos eran corruptos, actos que en un
contexto particular son definidos como corruptos y en otro no, actos que
temporalmente son vistos como aceptables pero que pasadas ciertas
circunstancias lo dejan de ser.
Cómo se construye organizacionalmente sentido y socialización es
importante por tanto de estudiar y comprender, sobre todo si hablamos de
normalización de actos como la corrupción. Se puede comenzar estableciendo que
las organizaciones pueden ser vistas como criaturas sociales que se componen de
gente comportándose ( Simon et al.,
2010 , p. 55). Comportándose a partir de la combinación de las cargas
y condiciones individuales de cada participante y de los lazos y relaciones que
componen con otros, en un marco de cierta formalidad y determinado grado de
dominación que busca, pretende, unir esas relaciones con cierto sentido (o
sentidos) y en un marco de encuadramiento de lo «normal» y de lo «aceptable. En
todo caso, en el marco organizado, las personas socializan sus pensamientos e
intenciones dentro de un marco no rígido pero sí que pretende encuadrar los
comportamientos en cierta dirección y con determinadas premisas. Es por ello
que las personas componen a las organizaciones, pero las organizaciones son más
que las personas que las componen: se convierten en una serie de lazos entre
las personas, lazos sociales, grupales, individuales, contingentes pero
pretendidamente estables en el tiempo.
De esta manera, cuando se habla de corrupción es prácticamente
ineludible hablar de organización. Corruptor y corrompido, corruptos y
víctimas, se encuentran tarde o temprano en el marco de organizaciones que los
regula, vigila, alienta o intenta controlar. Comprender cómo se genera entonces
la corrupción es intentar comprender la dinámica de los lazos y relaciones
(temporales o semipermanentes) que se construyen entre los diferentes agentes
para que dicha práctica sea posible de realizar e incluso posible de
estabilizar (como la idea de corrupción sistémica insinúa).
Al introducir la variable organizacional los elementos sicológicos
y grupales de la corrupción aparecen con claridad y sin tonos moralistas. Esto
en la tradición de Goffman, quien trató de «leer» los
procesos de presentación entre las personas como actos lógicos, incluyendo aquí
el secreto, la maquinación y el acomodamiento de la fachada que se utiliza para
presentarse en una reunión grupal dentro de la organización. Por ejemplo, el
proceso de ocultamiento y engaño (deceit) que suele
llevar a las organizaciones a sistematizar actos de corrupción no se genera en
un solo acto sino que va avanzando de una mentira no detectada, a mentiras
mayores para soportar la anterior mentira ( Messick y Bazerman, 1996 ,
p. 21). Difícilmente una mentira o un engaño termina siendo una actividad
individual en una organización: conforme el engaño va involucrando a más
personas, compañeros e incluso autoridades pueden comenzar a ejercer presión
para mantener la red de mentiras ( Cialdini et
al., 2004 , pp. 70-71). El lenguaje puede ir cambiando, los agentes
organizacionales cambian las palabras para hacerlas parecer no como mentiras o
cuestionables sino más «higiénicas» (por ejemplo, en vez de hablar de soborno
hablar de «engrasar la máquina», Bandura,
1990 ). Estos elementos al final de cuentas van mostrando cómo las mentiras
y el engaño pueden comenzar en una dimensión reducida, ir creciendo y luego
irse enredando en la telaraña de relaciones personales y jerárquicas, cayendo
poco a poco, como en resbaladilla, en dinámicas
sociales e institucionalizadas de corrupción.
Dos metáforas al menos han tratado de simplificar estas
explicaciones organizacionales (desafortunadamente algunas veces con un tono
claramente moralista): el fenómeno de «la manzana podrida» o el fenómeno del
«barril podrido» ( bad apple
y bad barrel ). Una
persona o personas que han decidido ser corruptas y violar las reglas
organizacionales éticamente «adecuadas» sería la manzana podrida. En el caso
del barril podrido, de lo que hablamos es de una organización (o alguna de sus
estructuras o partes) que ha caído ya en una dinámica corrupta que se puede
esconder incluso bajo un aura de acción ética o racional. De otra manera
expuesto, corrupción contra la organización o corrupción a nombre de la
organización ( Pinto et al., 2008
, p. 685). La cuestión en todo caso pareciera ser, más allá de estas etiquetas,
comprender cómo una persona llega a ser una manzana podrida, algunas veces sin
enterarse, y cómo en este proceso, el barril y su dinámica puede ser de alta
importancia para tal efecto. En la siguiente sección nos introduciremos al
proceso organizacional de la corrupción como se ha dibujado en los anteriores
párrafos.
Los procesos
organizacionales de la corrupción: normalizando a través de racionalización y
socialización
La característica
organizacional más antiintuitiva de la corrupción en
organizaciones es que los actos de corrupción se hacen normales . La
literatura a este respecto está llena de evidencias y referencias a que, por lo
general, la gente que ha sido procesada por corrupción generalmente niega que
haya realizado algún acto ilegal o incluso inmoral ( Benson, 1985; Conklin, 1977; Cressey, 1986; Geis y Meier, 1979; Sykes y Matza, 1957 ).
Una de las explicaciones posibles para esta aparente paradoja
puede encontrarse justamente en la capacidad de las organizaciones para rutinizar y
normalizar las diferentes actividades, valores y objetivos de los individuos y
los grupos que las integran. Así como una organización normaliza el respeto por
la jerarquía o los procedimientos aceptables en el trabajo diario, esas mismas
dinámicas de influencia parecen funcionar para convertir comportamientos
clasificables como corruptos en comportamientos «normales». Más todavía, un
grupo de comportamientos no corruptos puede estar combinándose con otros que sí
lo son, y un individuo en particular puede no tener la fotografía completa de
la interacción entre diversos agentes. Las personas en las organizaciones
requieren construir el sentido de lo que hacen y su perspectiva es siempre
limitada (por tiempo, recursos, capacidad, como dice el concepto clásico de
racionalidad limitada de Simon, 1947
). Así, una organización construye una serie de mecanismos de influencia,
rutinas y principios que ayudan a los miembros de la organización a dar sentido
a sus acciones, ahorrando tiempos a través de rutinas, propiciando la
cooperación a través de procesos estandarizados, especializados y compartimentalizados. Todos estos, entre muchos otros mecanismos
o instrumentos de influencia. Son estos mismos mecanismos los que,
intencionalmente o no, pueden construir esquemas de normalización de redes de
acción y comportamientos corruptos.
Desde este punto de partida, la acción organizacional es una construcción
social a la Berger y Luckman (1978) : los actores organizacionales
construyen diferentes interpretaciones y lealtades para internalizar diferentes
lógicas de socialización. El grupo, el subgrupo, el departamento, la
organización como un todo, la industria donde la organización se mueve, y por
último el país, la sociedad, son diferentes niveles donde el actor internaliza
y socializa las normas, las reglas, las expectativas, los principios morales
incluso, que le darán cabida en dicha colectividad ( Chibnall y Saunders, 1977 , p: 141). Evidentemente,
esa socialización secundaria como lo llaman Berger y Luckmann
implica un proceso que puede ser contradictorio de interpenetración en
diferentes niveles de agregación. En corto, las lógicas de socialización de uno
de los estratos (por ejemplo, la organización) pueden chocar con otro estrato
(por ejemplo, el grupo). Acusar a un colega de corrupción, por ejemplo, puede
ser lo adecuado para la organización como un todo, pero moralmente puede ser
visto por el grupo como un acto de deslealtad. Maquillar algunas cifras
financieras puede ser benéfico para la organización, bajo el argumento de que
buena gente se equivocó con buenas intenciones, por ejemplo, pero visto como un
acto de corrupción a nivel de la sociedad. ¿Cómo lidian los seres humanos con
estas contradicciones fundamentales? Una posible respuesta es justamente la
racionalización.
La racionalización es un acto de interpretación fundamental e indispensable
para que un actor pueda ser un actor social. Al menos desde Goffman (1981) se comprende bien que los individuos
saben presentarse ante los demás con una estrategia fundamental de claroscuros
que permitan construir una imagen determinada y dar cierta certidumbre a la
interacción esperada con los demás. ¿Por qué se obedece a un jefe? Porque se
cree en la legitimidad de su jerarquía, a la Weber. Es una racionalización
necesaria para la constitución del tejido de interacción social. Esa
racionalización no deja de ser justamente una interpretación, una estrategia de
sentido, una amalgama de esencia y apariencia de los que los actores desean se
observe y desean permanezca oculto (la opacidad es un ingrediente fundamental
de la interacción, Arellano,
2010; Costas y Grey, 2014 ). No solo la opacidad, sino el secreto y
la secrecía forman parte inevitable e indispensable del repertorio de
estrategias de interacción y comunicación en las organizaciones ( Zerubavel, 2006 ). Cuando se habla de corrupción, por
ejemplo, los actores en un grupo dentro de la organización pueden haber creado
una racionalización que permite construir ese acto no como un acto corrupto
sino como un accidente o un acto necesario para lograr un bien común mayor, con
el fin de mantener cierto nivel de salud moral colectiva que justifique al
grupo ( Ashforth y Anand, 2003, p.
16).
El abanico de opciones de racionalización organizacional en casos
de corrupción es diverso y amplio. Hagamos un resumen de lo que la literatura
sobre el tema ha encontrado en diversas experiencias y casos ( Anand et al., 2004, Ashforth y Anand, 2003; Ashforth et al., 2008; Felps et
al., 2006 , Fleming y
Zyglidopoulos, 2009, Kish-Gephart et al., 2010; Pinto et al., 2008; Zyglidopoulos
y Fleming, 2008 , y Zyglidopoulos
et al., 2009).
Negación de la
responsabilidad
Este es el
clásico desplazamiento que puede hacer una persona para establecer que era
parte de una gran maquinaria donde no se tenía la posibilidad de entender que
se estaba realizando un fraude o un acto de corrupción. O argüir que en
realidad estaba siguiendo órdenes o que se estaba realizando lo que muchos
otros estaban haciendo y por tanto que era un acto normal. En todo caso, se
racionaliza que no se tenía control sobre la situación. Un policía de tránsito
que es de inmediato introducido por sus superiores y colegas a las reglas
respecto de cuotas de sobornos a cumplir cada semana, puede tener ingredientes
de este tipo de racionalización.
Negación del daño
Los agentes
que se ven en estas circunstancias pueden argüir que en realidad el acto del
que se les está acusando es de tan poca monta, comparado por ejemplo con las
ganancias o beneficios de la organización, que no es razonable decir que fue un
robo o un acto corrupto. El «robo hormiga» o la solicitud en ventanilla
gubernamental de un pago «para los refrescos» puede ser un ejemplo.
Negación de víctimas
Una versión
clásica de esta racionalización es plantear que el receptor del acto ilegal o
deshonesto es más deshonesto todavía, haciéndolo merecedor de dicho trato. Es
decir, se afectó a alguien pero ese alguien no es una víctima, sino una
instancia tan corrupta o tan grande y poderosa e injusta, que el acto
clasificado de corrupción en realidad fue un acto casi de reivindicación ante
las injusticias. El robo de recursos desde un sindicato a una gran organización
que se niega a pagar mejores salarios a sus trabajadores puede ser un ejemplo
de esta racionalización.
Compensación social
Esta
racionalización es fuerte socialmente hablando, pero común: implica dar un peso
o un valor relativo a las creencias o necesidades de otros. Si hay actores
corruptos y poderosos, y las leyes se consideran injustas, entonces se
racionaliza que puede estar justificado actuar de una manera aparentemente
deshonesta, pues en realidad «los otros» son los verdaderamente corruptos. O
cuando se justifica que un acto corrupto en realidad reduce mayores prejuicios
a personas débiles (este pequeño soborno le evita a una persona relativamente
indefensa peores consecuencias). Muchos de los «pequeños» sobornos pueden
seguir esta lógica: con el soborno se «ayuda» al menos a que otros paguen menos
y evitar incluso que el pago llegue a los «verdaderamente grandes corruptos».
Lealtades más elevadas
Los
diferentes estratos de socialización que los individuos viven socialmente
llevan a contradicciones entre lealtades a diferentes grupos. El espíritu de
cuerpo puede llegar a ser más fuerte que lealtades a lógicas «mayores» como la
ley o las normas. Es una muy contradictoria racionalización pero muy real: la
ley se corrompe en el nombre de la justicia incluso, haciendo que los fines
justifiquen los medios. Un policía puede negarse a acusar a otro por ese
espíritu de cuerpo, o utilizar influencias deshonestas para forzar un veredicto
ante el convencimiento de la culpabilidad de un acusado.
La metáfora de la
balanza
Esta
racionalización implica el cálculo que se puede realizar de las «aportaciones»
de una persona que las considera tan grandes que «merece» una retribución
particular (que a veces esa persona se ha tomado de manera ilegal). En otras
palabras, un burócrata puede argüir que trabaja muchas horas, muchas más que
los demás, por lo que el robo hormiga o el soborno que solicitaba estaba
justificado como una compensación ante el esfuerzo extra realizado.
Evidentemente estas racionalizaciones pueden ser interpretadas
como simples mentiras o justificaciones hipócritas. Sin embargo, la historia no
es tan simple. Muchas veces, estas racionalizaciones son verdaderos mecanismos
de interpretación y justificación, que permiten al actor sentirse mejor consigo
mismo, reduciendo la angustia o disonancia entre sus valores generales y sus
actos particulares ( Gigerenzer,
2002 ). La negación en sicología, no es un acto exclusivamente de
hipocresía sino en realidad un proceso mental y social de justificación y
modificación de los parámetros de interpretación por parte de los seres humanos
( Lerner y Tetlock,
1999, p. 263; Bargh y Chartrand, 1999 , p. 475). El autoengaño, con
todo lo antiintuitivo que suena, es una realidad
fundamental estudiada ampliamente en la sicología como un acto de modificación
de los parámetros mentales para evaluar la realidad ( Eagleman, 2012, Lehrer, 2009,
Ainslie, 2001 ). En otras palabras, las personas
construyen historias y percepciones de tal manera que sean capaces de reducir e
incluso eliminar (al menos temporalmente) la disonancia cognitiva o angustia
que les produce saber que están cometiendo un acto indebido ( Festinger, 1957 ). Dicha disonancia es una tensión
interna de las ideas o emociones de la persona con respecto a lo que observa
que es o puede hacer de la realidad. Al reducir la disonancia, es posible
sentirse menos afectado moralmente, por ejemplo, ante un acto realizado en
circunstancias particulares y en contextos específicos. Una persona, entonces,
puede reducir la disonancia cognitiva si racionaliza que su acto de corrupción
no fue tan grave, fue seguido por otros, ordenados por otros, o si forma parte
de un acto de «justicia» redistributiva contra los «verdaderos malos». El punto
central es que racionalización implica un esfuerzo real, creativo y con
impactos efectivos en la interpretación de la persona respecto de la honestidad
o no de un acto. Y esta racionalización puede ser reforzada ampliamente por la
organización y sus grupos, de forma sistemática o implícita en las rutinas o
prácticas.
Haciendo a la
organización corrupta: socialización o la resbaladilla
de la corrupción
El proceso
mental y relacional que va haciendo a un acto corrupto no ser visto o racionalizado
como tal por las personas puede ser reforzado ampliamente por la dinámica
organizacional. Las organizaciones usualmente son vistas como instrumentos o
máquinas semirrobóticas donde las personas son
engrane de una maquinaria aceitada. Pero en realidad, las organizaciones son
construcciones sociales que se asumen formalizadas pero que construyen
intrincadas e intensas relaciones humanas y sociales para consensuar, formar
grupos, internalizar comportamientos y valores, así como para convencer y dirigir
al logro de objetivos a muchas personas que además tienen que saber interpretar
y darle sentido a dichos objetivos ( Weick, 2001).
Una persona que ingresa a una organización inicia un denso proceso
de socialización. ¿Qué es la organización, quiénes las componen, qué grupos las
manejan, cuáles son los valores imperantes de jerarquía, obediencia,
cooperación, conflicto y negociación?, entre muchos otros procesos que
cualquier persona se ve obligada a decodificar al entrar a una organización ( Kunda, 1992 ). Estas fuerzas y dinámicas sociales
que permiten a las personas ser introducidas y aprender y construir su rol y su
papel dentro de la organización, funcionan para cuestiones formalizadas (como identificar
la jerarquía y las reglas de comunicación), como también para la socialización
de actos o comportamientos que puedan en el tiempo alimentar la corrupción.
Esta contradicción es una de las más importantes para comprender, dado que
explica bastante sólidamente por qué las personas en general acusadas de
corrupción no se asumen como culpables de dichos actos. En otras palabras, no
se habla solamente de cinismo o de cálculo de las personas para negar la
corrupción. Tampoco solo del proceso sicológico que permite la racionalización
como se analizó en la sección anterior. Estamos hablando además de los propios
procesos organizacionales que permiten a una persona ser parte del grupo, de la
organización, que actúan y funcionan para ubicar y posicionar al actor en
tramas de relaciones y actores que al final de cuentas puedan ser clasificados
como corruptos. Pero en este caso, actos corruptos que los propios procesos
organizacionales, paradójicamente, ayudaron a cimentar, consolidar y hacerlos
consuetudinarios.
En este apartado revisaremos 4 procesos clásicos de socialización
de la corrupción ( Milgram, 2005[1974];
Anand et al., 2004): agentificación ,
cooptación, incrementalismo y compromiso. Estos 4
procesos permiten en principio comprender cómo la dinámica social de
introducción de una persona a la lógica organizacional se va dando poco a poco,
como un verdadero proceso de aprendizaje de las reglas y las normas de
interacción en un colectivo. La metáfora preferida es la de la «resbaladilla»: cómo los procesos mentales y sociales de
racionalización pasan a ser reconstruidos y fortalecidos por la lógica
organizacional de interacción, poco a poco. En el caso de la corrupción, las
organizaciones pueden crear condiciones para que las personas «resbalen»
paulatinamente a cometer actos corruptos en un proceso que facilita que dichos
actos sean racionalizados y justificados como actos «normales» o al menos
aceptables desde la lógica del grupo o incluso de la organización. Para que
este efecto «resbaladilla» se genere es necesario que
la persona se incorpore a las reglas y tradiciones o prácticas
organizacionales, aceptándose como un agente incrustado o embebido como tal en
dichas reglas y prácticas (más adelante se discutirá esto como agentificación ). Gracias a este proceso, la persona en la organización sigue
siendo aquel individuo que entró a ella, pero a la vez es otro: el que obedece,
es aceptado, «sabe» interpretar y comprender la «cultura» o la «naturaleza» de
la organización como un submundo donde muchos de sus comportamientos y
sentimientos solo adquieren lógica mientras está dentro de la organización3.
Agentificación organizacional
La agentificación es el
proceso sicológico y social que lleva a la persona a internalizar su rol dentro
de la organización y a observar a esta y sus miembros con la legitimidad y la
autoridad para dirigir su comportamiento. De alguna manera, es una de las
claves organizacionales para construir los otros 3 procesos de socialización
(cooptación, incrementalismo y compromiso). Veamos.
Las organizaciones pueden ser vistas como construcciones sociales
que intentan formalizar diversos mecanismos de interacción humana con miras a obtener
determinados fines relativamente especificados (pero nunca cerrados). Los
mecanismos de interacción humana se constituyen al menos parcialmente en un
juego intersubjetivo de expectativas mutuas entre los agentes: alguien busca
algo que en cierta manera depende de la reacción del otro, por lo que intuye
que se requiere y se depende en cierta manera de la reacción del otro. Esta es
la base de interacción que genera lazos sociales, invisibles pero no por ello
menos reales, que vinculan a los agentes. Esos lazos de la relación humana se
juegan en diversos espacios sociales, muchos de ellos en relaciones cara a cara
( Goffman, 1983 ). Son lazos que obligan a que la
interacción muchas veces tenga que ser ilocucionaria o dramatizada,
dependiente de sus propios juegos de máscaras, secretos y mentiras (que se han
estudiado en la sociología sólidamente desde al menos del texto clásico de Simmel, 1906 ). Las organizaciones, así vistas,
constituyen espacios que se pretenden formalizados, por lo que todos estos entrejuegos existen y se mantienen, pero en una faceta que
basa su legitimidad en la formalización de las relaciones. El peso de lo formal
no está, por tanto, en que desplaza o elimina la lógica «informal» o humana
cara a cara o ilocucionaria : lo que hace la organización en todo caso es darle legitimidad a
la faceta formal como ordenadora o piso estricto sobre el que el juego informal
se juega. Una organización que es vista como legítima por las personas es una
poderosa fuente de obediencia y por tanto de dirección de comportamientos hacia
ciertas direcciones. El famoso experimento de Milgram, 2005 [1974]) confirma cómo el peso de la
autoridad dispara toda una serie de reacciones, pensamientos, supuestos y
justificaciones que permiten a las personas racionalizar sus acciones a la luz
de las personas y su autoridad y las reglas o normas que se defienden en su
nombre. El «estado agentificado» (agentic state, Milgram, 2005 , p. 133) es aquel donde el individuo,
que puede considerarse a sí mismo como autónomo en ciertas circunstancias, una
vez dentro de la organización, transforma su comportamiento y su racional a la
lógica de la orden de la organización. Se pone, dice Milgram,
en un estatus que permite la obediencia de la persona, algo que las
organizaciones hacen muy bien.
La persona organizacional agentificada entonces
es esa persona que «sabe» cómo comportarse en la organización. Y para ello, para
«saber» y ser aceptado, requiere comportarse de ciertas maneras que muchas de
las veces solo son comportamientos que aparecen mientras se está en la
organización. No se trata acá de plantear una dicotomía, como a veces Milgram ha sido criticado de hacer ( Darley, 2001 , p. 207), entre el individuo como tal
fuera de la organización y «otra persona» que entra en estado agentificado : en este
caso nos referimos más bien a una serie de fuerzas sociales y organizacionales
que impulsan y dirigen los comportamientos de las personas (nuevamente, no como
autómatas sino justo como personas pensantes en una trama social siempre en
movimiento).
Autoridad, obediencia, reglas y normas aceptadas, normalización y
rutina, son todas fuerzas organizacionales que son capaces de impulsar
complejas interpretaciones en las personas. La cuestión que sigue es, entonces,
que las organizaciones son una fuerza social muy importante que
intrínsecamente, de manera relativamente normal, producen ese tipo de estado agentificado , que al
mismo tiempo que asegura obediencia y perseverancia para el logro de objetivos,
puede, en ciertas circunstancias producir corrupción sistematizada y
normalizada.
Cooptación
Uno de los
instrumentos clásicos que las organizaciones usan para inducir cambios de
comportamiento en las personas es a través de recordarles constantemente los
beneficios adyacentes al salario de los que dichas personas gozan al pertenecer
a las mismas (como el prestigio o la membresía a ciertos grupos). Ofrecer
dichos beneficios como parte de la pertenencia a la organización ha sido
conocido en la literatura como los «pagos colaterales» ( Cyert y March, 1965 ). Si
estos pagos colaterales devienen de actividades indebidas, pueden ser
introducidos poco a poco como pagos que la acción y la cooperación otorgan aunque no estén formalizados. Incluso puede ser que
la persona recién introducida no se dé cuenta de la posible malversación de
recursos sino cuando ya ha pasado algún tiempo y ha recibido dichos pagos
colaterales de manera constante. El punto central de la cooptación es
justamente compartir intereses, ganancias y riesgos. Una vez introducida una
persona a la red de relaciones y beneficios, es más difícil que dicha persona
comprenda las implicaciones de su participación en las acciones y procesos
organizativos, aun aquellos que pueden considerarse indebidos.
Incrementalismo
Diversos
estudios sobre corrupción en organizaciones han notado que existe un proceso
paulatino de introducción de las personas a la red de acciones y decisiones
indebidas ( Van Gennep, 1960; McLean y Elkind, 2004 ). El proceso puede iniciar con la
encomienda a la persona recién llegada de pequeñas labores, a veces incluso
insignificantes, pero que permiten a la misma introducirse a la cadena de
diversas acciones que llevan a un producto o efecto organizacional. Esta
clásica manera de introducir a una persona a la organización y sus procesos
puede ser usada a su vez para efectos indebidos. De nueva cuenta, la persona
puede que al principio no comprenda la problemática moral del efecto de su
acción sino hasta que ya ha participado en la cadena cada vez con más
responsabilidades y probablemente con una posición ahora para comprender mejor
las consecuencias de sus actos. Es posible, además, que esta introducción
incremental a la cadena de corrupción haga más difícil zafarse de la misma. La
fuerza del pasado o de acciones ya concluidas entonces puede caer fuertemente
sobre la persona, haciendo difícil que pueda tomar la decisión no solo de
salirse sino incluso de denunciar (o como se conoce en la literatura, silbar
para acusar whistleblowing).
Compromiso
La vida
efectiva de una persona en una organización está llena de momentos donde debe
enfrentar restricciones de muchos tipos, obligaciones normativas, presión para
lograr objetivos con ciertos estándares y hacerlo en una vida organizacional de
jerarquías, relaciones horizontales con otros, vínculos de grupos e incluso
amistades o enemistades. No es extraño en estas circunstancias que alguno o
algunos de estos elementos entren en contradicción. Lograr los objetivos con
eficiencia puede implicar despedir gente de otros grupos o del propio. O tal
vez acatar flexiblemente ciertas reglas o incluso desobedecerlas si por el bien
del grupo o de los objetivos de la organización se trata. Por ejemplo, lograr
resultados y estándares suele ser una de las presiones más fuertes en el mundo
organizacional contemporáneo. La insistencia de que son los resultados lo único
que importa, en contextos turbulentos e inciertos, impone a las personas una
serie de presiones y angustias muy grandes ante la dificultad e incertidumbre
de lograr dichos estándares o indicadores de resultados (véase los estudios
experimentales de Lerner y Tetlock, 1999 ). De esta manera, un individuo
puede llegar a aceptar flexibilidades en relaciones, reglas o procesos con el
fin de lograr ciertos resultados o evadir ciertas consecuencias negativas. El
compromiso con la organización, con el grupo, con los objetivos últimos, pueden
ser fuerzas que hagan a las personas comenzar a flexibilizar sus patrones de
acatamiento de normas o reglas, primero reducidamente, pero luego
incrementalmente con flexibilidades cada vez mayores.
Como puede entenderse rápidamente, las dinámicas de
racionalización y socialización se refuerzan mutuamente. Cuando se deja de lado
el supuesto útil pero demasiado simple del decisor individual calculador y se
comprenden tanto los mecanismos mentales y sicológicos para racionalizar y dar
sentido a los actos propios, y se introducen en una arena de relaciones, reglas
y tiempo organizacionales, la corrupción comienza a ser vista con otra perspectiva
mucho más dinámica. Y también más preocupante pues puede intuirse la dificultad
que tienen los mecanismos que han buscado lidiar con ella4.
Conclusiones
El objetivo
de este artículo ha sido, a partir de una revisión de la literatura sobre
corrupción organizacional, comprender el proceso de normalización de la
corrupción. Este proceso es uno contra intuitivo y que puede frustrar a mucha
gente que esperaría encontrar fórmulas rápidas y precisas para reducir el fenómeno
(incluso algunos sueñan con eliminarlo completamente). La visión organizacional
de la corrupción deja claro que no hay dicha «bala de plata» y que la
corrupción es un fenómeno social de relaciones densas, donde lo «normal» y lo«
anormal» se negocian e intersectan en las arenas donde los agentes terminan
interactuando en el día a día.
Una sociedad y sus organizaciones pueden avanzar en reducir y
acotar la corrupción. Y requieren de un proceso social interesante: analizar
profundamente las prácticas, rutinas y racionalizaciones que definen sus
relaciones como normales. Comprender, en otras palabras, cómo la lógica
«normal» en que las personas se relacionan en una organización puede estar
generando justamente el mismo fenómeno de la corrupción.
Desnormalizar la
corrupción es, entonces, un paso necesario y sumamente difícil de realizar.
Difícil porque implica adentrarse en las relaciones sociales, en los procesos
que han convertido en rutina una serie de comportamientos que incluso pueden
encontrarse ya racionalizados.
Se puede comenzar esta labor de comprender la desnormalización si se
acepta que la corrupción es al final de cuentas una categoría social cargada
enormemente de valores y expectativas ( Rose-Ackerman, 2014
, p. 4). No es el objetivo de esta conclusión discutir o posicionarse, por
ejemplo, respecto de un argumento que ha sido atacado recientemente (incluso
como extravagante, Caiden et al.,
2001 , p. 31): el que la corrupción puede ser un fenómeno inevitable
y en algún sentido hasta benéfico socialmente en el largo plazo.
Dicha esta aclaración, es claro que para muchas personas se ha
convertido en fundamental actuar respecto de la corrupción dados sus efectos
negativos en muchos países y contextos. Los casos de corrupción generalizada en
gobiernos como el mexicano, brasileño, guatemalteco (por mencionar algunos que
en esta década han llamado la atención pública) y en empresas como Enron,
Petrobras y Parmalat han llamado profundamente la atención social como casos
profundamente preocupantes y graves. Todo esto empuja sin duda a diversos
analistas a forzarse para proponer soluciones, de preferencia soluciones
rápidas y universales. Se puede hablar incluso ya de una comunidad anticorrupción
que ha adquirido su propia dinámica y lógica política. Sin embargo, como hemos
propuesto aquí, la esperanza de que la corrupción sea eliminada de las
relaciones sociales no es sencilla de satisfacer. Incluso imposible, si
seguimos al extremo el argumento que acá hemos defendido. La visión
organizacional de la corrupción resulta ser una fuente importante para
comprender por qué. El agente sigue siendo el que cae en una lógica corrupta.
Pero la decisión individual se da muchas veces en marcos sociales como las
organizaciones (tal como hemos discutido aquí), y a la lógica individual de
cálculo se le añade entonces la emocional o motivacional y la social o de las
relaciones ( Chugh et al., 2005 , p. 78). Cada una de estas
lógicas tiene su propia dinámica y los instrumentos anticorrupción que se
piensen e implementen se verán afectados de diferente manera por ellas.
Probablemente es por esto que la «batalla» contra la corrupción sea tan difícil
y variable en resultados.
En todo caso, los actos corruptos son muchas veces un punto de
llegada más que una decisión discreta de un actor individual autocontrolado: la interacción social de personas con
emociones crea una dinámica, un lenguaje, un timing de
interacción y actuación, y una racionalización que le permite al actor
justificar su accionar. El espacio social decanta, prepara, normaliza la acción
y las decisiones. Más importante, normaliza la interpretación para dar paso a
una serie de acciones que se hacen casi automáticas, haciendo que ciertos actos
sean normales. Normales porque otros lo hacen, normales porque otros los
justifican. Comportamientos que se convierten en normales porque en su conjunto
dado, la responsabilidad se ha repartido, atomizado, organizado. Pero tal vez lo
más importante, porque al normalizar, el contexto organizacional y social
desmitifica la vida social como algo alejado de los cuentos de hadas, con sus
buenos vs. malos, con sus paladines vs. monstruos. Los grises son mucho más
interesantes que la metáfora blanco y negro de la «lucha de los limpios contra
los corruptos»5.
Desnormalizar la
corrupción entonces parte de actuar sobre los procesos y rutinas que en la
práctica ya están instalados en una organización, deconstruyéndolos de alguna
forma, con el fin de comprender las cadenas casuales sociales y argumentativas
que las sostienen. Comprender la corrupción como una interacción social
posibilita así estudiar las reglas de acción, los elementos grupales y
sicológicos que incitan y procrean comportamientos que terminan normalizando
comportamientos que derivan en corrupción.
Regresando entonces al qué hacer, se requiere avanzar en los 3
frentes de desnormalización (a condición de no perder
de vista la artificialidad): ¿qué cualidades individuales llevan a la corrupción?,
¿qué procesos organizacionales se generan, para normalizar los actos corruptos?
y ¿cómo se refuerzan los procesos, reglas y normas organizacionales e
institucionales para posicionar a los individuos a corruptos en esas posiciones
o a los individuos a corromperse? Cuando la corrupción se normaliza, se
institucionaliza, se hace sistémica en una organización o en un grupo de
organizaciones, estas 3 dimensiones estarán presentes, recreándose.
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Notas.
1 Andersson y Heywood (2009, p. 749) plantean
que el intento de crear una definición global de corrupción de todas maneras se
enfrentará a la variabilidad de las situaciones y tipos de corrupción: según si
hablamos del sector público o privado, de un proceso administrativo o político;
de los actores involucrados ya sean servidores públicos, empresarios,
ciudadanos; de la gravedad y extensión de los actos (esporádicos, sistémicos,
graves o simples violaciones). Añadiríamos a estas variaciones las causadas por
las dinámicas organizacionales que aquí estudiamos.
2 La densidad
del fenómeno de la corrupción, visto desde el ángulo organizacional, no hace
sino complejizar todavía más su comprensión. Por ejemplo, sería necesario
diferenciar acto corrupto de otros muy similares como comportamiento
inapropiado (por ejemplo, el acoso laboral), comportamiento organizacional
desviado (simular que se trabaja, por ejemplo) o comportamiento antisocial (e.g. bullying) ( Ackroyd y Thompson, 1999 ). Las fronteras no son rígidas
y, por supuesto, como procesos organizacionales, los 3 ejemplos anteriores
pueden derivar en un acto corrupto. Algunos autores ( Pinto, Leana y Pil, 2008, p. 687) lo diferencian debido a la
obtención de una ganancia financiera. Esto implicaría que corrupción
organizacional de individuos podría ir desde sobornos, maquillaje financiero,
sobreestimación de gastos u horas trabajadas, fraude e incluso el robo.
Corrupción organizacional en beneficio de la organización serían el fraude
corporativo, el crimen de negocios y la desviación del negocio hacia
actividades criminales.
3 Este
argumento que parece antiintuitivo ha sido también
propuesto y estudiado en cuestiones como actos malvados o francamente
inhumanos. Estudios sobre los médicos nazis ( Lifton, 1986), la matanza de My
Lai (Turse, 2013),
entre otros (Staub, 1989 ) han argumentado que lo más
desconcertante es encontrar no entes malvados intrínsecamente que desarrollan
actividades terribles, sino justamente lo contrario: gente común atrapadas en
fuerzas sociales y organizacionales.
4 Incluso
hacerlo más allá de los nudges que no es
claro generen un cambio cognitivo ( Mols et al.,
2014).
5 Uno de los
más graves obstáculos para comprender la corrupción probablemente tiene que
ver, justamente, con la fuerza de los discursos moralistas y normativos que
este concepto despierta en las sociedades contemporáneas. El concepto de
corrupción contemporáneo forma parte de una forma dominante de comprender la
sociedad moderna. Partiendo de una tajante y clara separación de lo público y lo
privado, los conceptos más aceptados de corrupción tienen justamente que ver
con ese ideal de separación de 2 esferas de intereses. Cuando el interés
privado (legítimo en sí mismo) afecta negativamente el interés público
(igualmente legítimo, este mucho más abstracto y cercano a un tipo ideal) es
entonces cuando aparece la maleficencia de la corrupción. Lo público, puro, es
adulterado por la intromisión inadecuada (se asumiría que hay una posible
intromisión adecuada) de lo privado. Esta visión que sería extraña en la «premodernidad» implica siempre por tanto una definición
normativa de lo que hace «puro» a lo «público» y de lo que hace dicha
intromisión de lo privado, una intromisión inadecuada. Sin el mito o doctrina
de «Los dos cuerpos del rey» ( Kantorowicz,
1957 ), esos 2 cuerpos de todo ser humano, el concreto y el
abstracto, el privado y el público, el concepto de corrupción contemporáneo es
imposible de comprender. Parte del problema está, entonces, en no estar atentos
a las contradicciones y limitaciones de una visión un tanto maniquea de los
seres humanos en este marco normativo, socialmente creado en realidad, de la
separación entre lo público y lo privado. Esa idea normativa, abstracta,
construida social e históricamente (la de la separación de lo público y lo
privado) es una conceptualización política a su vez, que busca imponer y
normalizar ciertos comportamientos e ideas desde un marco hegemónico que
intenta establecer lo que es «normal» ( Bratsis, 2003
, p. 17). Pero es justamente la ilusión de la pureza de lo público y la ilusión
del autocontrol de lo privado para respetar dicha pureza lo que probablemente
hace perder de vista precisamente cómo la corrupción o los comportamientos reales
de las personas lidiando con la artificialidad de las esferas de lo público y
lo privado son en sí mismos comportamientos en contextos, situaciones y lógicas
sociales.
La revisión
por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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de México, Facultad de Contaduría y Administración.
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